EL ROSTRO
por Roberto Baños
A primera vista, no fue importante.
Sólo pasados unos instantes, y a medida que mis
ojos se hacían a la claridad, quedé atónito ante lo que vi.
Me pareció una de esas caras que solemos ver en
las películas de gansters de los años treinta. Regordeta y mofletuda, con barba
ya crecida, discurrían por su superficie unos surcos tremendamente marcados,
semejando cortes de navaja o cicatrices restañadas de antiguo boxeador.
En la frente, las arrugas llegaban a tal grado
que más bien parecían la obra aún fresca de una escultura de barro pendiente de
modelar, en donde las pellas de material quedan tan solo colocadas a la espera
de un posterior alisado.
Las orejas, exageradamente largas, salían de los
laterales como pingajos de carne blanda que, en forma de soplillos le daban un
aspecto de criatura de otra galaxia. La nariz, gruesa y sebosa, daba la
impresión de haber sido usada sin límite. Unos pelos asomando de su interior
demostraban descuido por parte de su dueño.
El pelo, cubriendo unas dos terceras partes de la
cabeza, era ensortijado y brillaba por lo grasiento. No había orden en el peinado
y carecía de raya. Si a esto añadimos unas amplias cejas en desorden, le daba
al conjunto una pinta de cornúpeta. Los ojos me sobrecogieron. Eran vitriolo
puro. Felinos y a la vez criminales.
Parecían los clásicos que pueden dejar
petrificado a cualquiera. Había en ellos una mezcla de rabia y odio contenidos.
Su color, negro como la noche, servía para darle
a su aspecto, ya feroz, una tenebrosa y salvaje pincelada.
Su aspecto, era al de un ser repugnante, cuya
visión, difícilmente podría aguantar por más de unos segundos. Sin embargo,
pasó algo incomprensible y a la vez inusitado con una cara así.
Se aproximó y noté claramente
que sus labios se movían.
¡Sí, era cierto! se abrían y empezaban a
mostrarme su interior. Una dentadura –no demasiado limpia‐ cerrada y pétrea, de
dientes irregulares con sus bases ya de avanzada piorrea, empezó a crear un
intento de sonrisa.
Me pareció increíble que “aquello” pudiera dar
otra cosa que un bufido; y, sin embargo, en una porción de segundo que a mí se
me hizo como una larga secuencia a cámara lenta, todos los músculos de su cara
empezaron a ponerse en funcionamiento.
Los surcos se agrandaron, sus mofletes subieron y
su mentón igualmente se alzó. El resultado fue una total y amplia sonrisa que
dejaba al descubierto dos filas de dientes apretados.
Acto seguido, bajé mi vista hacia el lavabo y me
dispuse a afeitarme.
Qué críticos podemos llegar a ser con nosotros mismos ... llega a asustarme el relato. No te deja indiferente.
ResponderEliminarBueno yo pienso cosas parecidas por las mañanas ante el espejo... aunque al final no me afeito.
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