UN INSTANTE CRUCIAL
Por Roberto Baños
Me encontraba tendido boca arriba, mi
garganta era incapaz de emitir ningún sonido. Sin embargo, mis sentidos
permanecían intactos.
No acertaba a entender lo que me había
pasado. Tan sólo recordaba que me hallaba dormido cuando ocurrió algo, que aún ahora
no me podía explicar.
Debió ser un golpe, tal vez algunos de mis
enemigos habían tomado venganza contra mí y me habían herido de muerte. Tal vez
un puñal clavado en el pecho o espalda a tenor del dolor tan intenso que
sentía. Quizá había sido abatido por un disparo, dado el dolor en la cabeza y
el mareo que me dominaba.
Lo cierto es que pasé del dulce sueño
reparador a la situación en que ahora me hallaba.
Tenía un frío intenso en todo mi cuerpo y,
a la vez, mi seca garganta estaba ávida de líquido que me permitiera tragar aquella
pelota que notaba en mi tráquea.
No me cupo la menor duda, de que mi estado
era preocupante. ¿Me estaría muriendo? -me pregunté-. Mi vista estaba también afectada,
pues las imágenes eran borrosas. Las idas y venidas de personas a mí alrededor
me indicaban que de alguna forma se estaban ocupando de mí. Sin embargo, nadie
reparaba en el frío que sentía, de otra forma alguien debería haberme cubierto
ya con alguna manta o prenda de abrigo.
Respecto al olor que percibía, era
insoportable: una mezcla de sudor rancio y alcanfor, con ligeras emanaciones a
toallitas lavamanos, que me producía una náusea en la boca del estómago.
El ruido era ensordecedor. En un momento
determinado, algo cayó al suelo produciendo un sonido metálico que llegó hasta
lo más recóndito de mi cerebro, y un malestar casi agónico se apoderó de mí.
Intenté proferir un grito que me relajara.
Posiblemente decirles lo que me dolía o me molestaba; incluso, que me echaran
una manta.
Pero ningún sonido salió de mi boca, era
como si el shock que me habían producido me hubiese dejado mudo. Sentí miedo:
un miedo tan grande, que puso mis pelos de punta.
Empezaba a dudar de que la vida se me
estuviera marchando por momentos y eso me molestó.
Mira qué forma de morir tan tonta -me
dije-, sin saber quién ha sido mi agresor; sin haber visto su cara, sin poderme
defender y, en la forma en que me encuentro, no puedo pedir a nadie explicaciones
de lo que me pasa.
Pensé en la cantidad de cosas que podría
haber hecho y no iba a realizar. Además, aquella sequedad de boca era por momentos
más insoportable.
- ¿Y si tuviera una hemorragia interna?
- ¿Sería un vómito lo que dificultaba mi
respiración? Volví a tener miedo. Mi memoria estaba en blanco. Ni siquiera pude
repasar mi vida como si de una película se tratara, pues mis recuerdos se
habían borrado.
- ¿Habría sido yo una mala persona?
- ¿Qué fechorías habría cometido? Debería
poner en orden mis ideas y arrepentirme, pero no podía.
- ¿Estaré delirando? -me dije-, no se
puede morir así porque sí. Además hoy es domingo, un día esperado, un día alegre
y no de tragedia. - ¡Qué lío! -pensé-.
En ese momento, la molestia de la garganta
se agudizó y una convulsión me vino de improviso. Tosí noté como si mis
entrañas fueran a salirse al tiempo que un coágulo salía disparado hacia arriba.
¡Era sangre! Y al tiempo me horroricé por cuanto me demostraba mi gravedad,
sentí alivio en la garganta pues el tapón que tenía cedió.
Intenté hablar pero fue inútil. Quise
quejarme y no pude. Pensé pedir socorro y mis labios ni se abrieron. Me senté
definitivamente perdido y me preparé a dar el último estertor.
Fue en ese instante cuando pasó algo
sorprendente: alguien se acercó a mí. Me agarró por los tobillos y me levantó
como si de un conejo se tratase. Descargó dos violentas cachetadas en mi trasero,
que me pillaron de improviso por lo inesperadas, y un gran llanto salió de mi
garganta como un manantial que rompe a brotar.
En ese momento empezó la maravillosa vida
para mí.