PARADOJA
Por Roberto Baños
Antes no me
había fijado, cuando pasé por primera vez.
Quizá fuese
ahora, al cruzar el parque desde el lado contrario, un rayo de sol iluminaba el
banco donde estaban sentados.
El cuadro era
admirable, por la estética con que estaba hecho.
Unos frondosos
árboles detrás, en penumbra, un banco allí
donde acababa el césped, y aquella luz tan hermosa que iluminaba la
pareja de viejitos.
Él estaba
apoyado en el respaldo con las piernas abiertas y el bastón entre ellas cogido
a su puño con ambas manos, que a la vez sujetaban un trozo de papel escrito.
Las gafas un
tanto caídas y empolvadas, le daban un aspecto divertido a pesar de que su
pelo, ya muy cano y resguardado por un viejo sombrero, demostraba no tener la
gracia que la juventud otorga.
Su gesto denotaba
un gran carácter, y hasta yo pensaría que era un señor de porte distinguido y
finos ademanes.
A juzgar por
lo ensimismado de su lectura, se diría que era algo importante para él, pues no
le quitaba ojo de encima.
La mujer que
estaba a su lado era una viejecita admirable, pelo muy blanco y recogido en un
moño atrás. Cara muy limpia y resplandeciente, quizá por el sol que la bañaba.
Sus ropas también denotaban una cierta categoría social.
La buena
señora tenía recostada la cabeza sobre el hombro de su marido, y escuchaba
embelesada su lectura, aunque en un momento determinado me pareció que dormía.
Eso sí, era tal su placidez que emocionaba su visión.
Los dos
viejitos eran realmente espléndidos por la estampa que componían, y mientras mi
mente, atraída por su contemplación, dirigía mis pasos hacia ellos, jugó a
adivinar quienes eran.
En primer
lugar, me dije que eran un par de jubilados de clase alta que se leían las
cartas de su hijo que les refer ía sus últimas noticias desde fuera.
Luego pasé a
pensar que eran los abuelos encargados de cuidar a los nietos en su visita al
parque, aunque su vista no acertaba a ver a ningún niño en bicicleta ni jugando
al balón.
También
supuse que podrían ser un par de ricos viejitos reposando al sol sus cansados
cuerpos mientras sus criados les preparaban la comida y hacían sus
habitaciones.
En ese
momento de mis pensamientos, me encontré, a apenas dos metros de mis viejitos,
así que aproveché para fijarme más a fondo en sus expresiones.
¡Me quedé de
piedra!. Los ojos de ambos tenían un surco rojizo en toda su extensión.
También sus
labios eran de un tono granate parduzco y el rictus era el de “rigor mortis”
que suelen nombrar en los periódicos de sucesos.
Me acerqué.
Tomé sus manos con las mías, y un frío intenso me invadió, los zarandeé y sus
cuerpos cedieron.
Con la
respiración contenida confirmé que realmente estaban muertos.
Instintivamente,
mi vista se dirigió al papel que aún asía el señor y leí: “Somos viejos y no
tenemos familia, ni recursos. ¡Una limosna por caridad!”.
Mis ojos
llenos de lágrimas se dirigieron al cielo, aún radiante, y mis labios
musitaron: “gracias Señor por haberles atendido”.
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