20 NEGRO PAR Y PASA
Por Roberto Baños
Llevaba más
de tres horas en aquel casino y ni siquiera le pagaban para recuperar la
apuesta.
Iba de mesa
en mesa, apostando a los números que antes de entrar ya llevaba preconcebidos.
¡Nada! ¡Nada
de nada!
Ya había
apostado todo el metálico que portaba, así que acudió a las tarjetas de
crédito.
Sacó una
primera vez, luego una segunda, una tercera y acababa de solicitar la cantidad
con la que llegaba al límite de disposición de las mismas.
Esta vez -se
dijo- es mi turno. Después de tanto ato sin salir mis números, es hora ya de
que la suerte me acompañe.
No se
equivocó. Eligió una mesa de ruleta americana, por aquello de la rapidez en
ganar o perder. Lo hizo contra todo pronóstico, es decir, cuando llegó a su
mesa y se disponía a cambiar su dinero por fichas, dio media vuelta y se
instaló justamente en la de al lado.
Dicen los
jugadores que sus números salen en la mesa en la que no juegan, y ese fue el
elemento contrario que quiso incluir en su jaque al azar.
Apenas llegó,
sus números se dieron con asiduidad, lo cual significó que a medida que cobraba
fichas y más fichas, sus apuestas aumentaron de forma considerable.
No obstante,
al no acertar los plenos enlazados, sus ganancias no se multiplicaron con la
rapidez deseada.
Poco después,
se hallaba deambulando de nuevo, sin querer gastar sus últimas fichas.
Fué a la caja
del casino y allí preguntó por el responsable. Al cabo de media hora, una vez acreditada su personalidad y garantía
personal, firmó un importante cheque en
presencia del Director del casino a cambio de una placas-ficha importantes.
Se tomó un
respiro y empezó a fijarse en las caras de los jugadores entre los que se
encontraba un rato antes.
Un señor bien
trajeado, fumaba pitillo tras pitillo. Mandíbulas apretadas y tersas. Gesto
contraído por la rabia y la incredulidad. A veces soltaba exclamaciones
groseras cuando la bolita caía en números a los que él no jugaba.
Una señora enjoyada,
con aire resuelto y voz ronca y dura, se apretujaba para poder llegar a cubrir
sus apuestas. Continuamente se quejaba del calor que hacía y del olor tan
fuerte que despedía el puro que fumaba otro jugador.
Un joven de
cara cetrina, se pasaba la mano por la frente, queriendo quitarse el sudor,
cuando lo que tenía era un velo grasiento que emanaba de sus poros en forma de
sudor. Sus manos se retorcían nerviosas y rápidas, llevando un trajín casi
automático con las fichas, que contaba a cada momento.
Un oriental
situado en mitad de la mesa, colocaba fichas a derecha e izquierda de forma
poco ortodoxa y exasperante para el resto de apostantes. Llenaba su mano
derecha de fichas, las cuales desgranaba cada vez que su mano llegaba al número
o raya elegida. Las depositaba, dejándolas caer lentamente -como contando- una
por una lo cual producía una especie de histeria colectiva en el resto, ya que
con su cuerpo y brazo no dejaba apostar a los demás.
Otro señor
irrumpía en medio de los apostantes, metía sus manos entre las manos de ellos y
depositaba una ficha de alto valor en el rojo, para a continuación, salir a la
carrera a la mesa más próxima para repetir lo mismo que aquí.
Cada jugador
ignoraba al resto de “colegas” que tenía
en derredor. Estoy seguro de que si alguien les hubiera preguntado a cada uno
cómo iban vestidos el resto de apostantes o si eran hombres o mujeres, no
hubieran podido responder, dada la concentración a que estaban sometidos.
Nuestro
personaje decidió que había llegado el momento de echar su último envite.
Eligió la
mesa en que jugar. Pensó en el número al que iba a apostar (sólo uno).
Multiplicó el dinero en juego por el premio que obtendría al salir su número y
con gran alegría comprobó que, no sólo saldaría lo perdido, sino que le
supondría una suculenta ganancia, además de la satisfacción que experimentaría.
Se acercó a
la mesa ya rebosante y mirando al croupier a los ojos le dijo: “deme un color y
cámbieme todo esto en fichas”.
La mesa
estaba ya llena de apostantes que se movían como posesos colocando sus fichas
multicolores.
El croupier,
le hizo un minúsculo hueco en donde colocó
unas grandes torres de fichas y se dispuso a tirar la bola.
Nuestro
hombre, mecánicamente colocó con rapidez ya estudiada su apuesta.
Número
elegido, el 20 por el máximo a pleno, los caballos por el máximo (cuatro torres), los cuadros (cuatro
torres) y la transversal por el máximo (una torre), color negro por el máximo,
par por el máximo y pasa (nº 18 al nº 36) por el máximo.
Acabó justo a
tiempo, con la bola girando vertiginosamente y cuando se oyó la voz de “Señores
ya no va más”, se dio media vuelta y se quedó de espaldas a la ruleta para no
ver la bola caer y esperó oír la voz con el número premiado.
“Señores, 20
negro, par y pasa”.
La voz se le
quedó profundamente grabada a la vez que sintió una grata sensación de paz, y
su furia contenida estallaba en una alabanza hacia sí mismo que le hizo decir
en voz alta: “¡Qué tío soy! ¡Estaba seguro de que lo conseguiría!”.
Se volvió
cuando el croupier retiraba todas las apuestas no ganadoras y su vista se fue
hacia el nº 20.
Su apuesta no
figuraba en el 20 sino en el 17 -negro, impar y falta-, justo encima del nº 20,
y que debido a la rapidez con que realizó la apuesta, y al no haber podido
contrastar el número por tenerlo cubierto de fichas, lo había colocado en el
lugar equivocado.
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