THRILLER
Por Roberto Baños
Aquel barrio
parisino era de lo más típico.
Los
comerciantes se conocían desde hacía mucho tiempo. El de las frutas y verduras
avisaba a sus colegas cada vez que había una partida especial o alguna fruta
tropical desconocida a buen precio.
André el
panadero, les decía a qué hora salía el pan, para que lo compraran aún
caliente. Marc, les decía qué pescado era el más fresco aquel día. Alain, se
encargaba de arreglar cualquier radio o aparato eléctrico estropeado, y el
zapatero Jacques, procuraba decir a cada uno cuando sus suelas se veían ya
gastadas para que pasasen por su taller.
La excepción
a la regla era René, propietario de una vieja peluquería. Introvertido, huraño,
un tanto desarrapado, vivía en la trastienda de su tienda y rara vez a nadie se
le ocurría acudir, ya que su antipático proceder hacía que sólo algún visitante
ocasional lo hiciera, mientras que los vecinos prefer ían utilizar otra peluquería varias calles más arriba cuya limpieza,
espejos y luces hacían apetecible entrar.
De cualquier
forma, indefectiblemente a las 12 horas todos coincidían en la Croissanterie de
Marcel. Un lugar verdaderamente de encuentro, ya que era tan famoso por sus
croissants de carne picada, que diariamente llegaban de otros barrios de la ciudad
decenas de personas que abarrotaban la tienda, hasta el punto de llenar la
acera de una muchedumbre que daba un toque colorista a la calle.
Tal era el
éxito, que Marcel tuvo que pedir licencia para poder servir refrescos y
cerveza, dada la demanda de los consumidores.
Los
comerciantes estaban locos de contento pues esa afluencia de personas,
significaba más clientes para sus negocios. De alguna manera, su asistencia
diaria a consumir, era la forma de agradecer a Marcel su aportación de la buena
marcha de todos sus convecinos.
Era sábado, y
una pareja de viejitos acababa de salir de la croissanterie. Al llegar a la
altura de la peluquería, ella le dio un beso y le abrió la puerta empujándole
suavemente a su interior.
Una hora más
tarde, la misma viejita entraba de nuevo. Al poco rato salía acompañada de René
y éste le indicaba el fondo de la calle. Por la tarde, regresó la señora a la
peluquería y se volvió a repetir la misma operación.
Pasaron los
días y nada anormal sucedió que variase el ritmo diario del barrio. Fue tres
meses más tarde cuando ocurrió.
Una mañana de
domingo, y cuando los vecinos aún dormían, se registró un movimiento de coches
que sólo una curiosa “cotilla” de un piso pudo detectar.
Varios
automóviles camuflados pararon en los extremos de la calle, y agentes de
paisano provistos de ganzúas y útiles de carpintería, procedieron a abrir la
peluquería.
Al cabo de un
gran rato, salieron trayendo a René esposado, así como a varias personas entre
las que se encontraba Marcel. Todas fueron introducidas en una furgoneta negra
que había llegado momentos antes.
Cuando a la
mañana siguiente, los vecinos se enteraron de lo acaecido, no podían creérselo
y de hecho tuvieron que esperar a que los periódicos de sucesos relataran con
pelos y señales lo ocurrido para preguntarse como “aquello” podría haber pasado
a tan pocos metros de ellos, sin haberse enterado. Resumiendo, la historia fue así:
La policía
llevaba años buscando personas que con cierta frecuencia desaparecían de París
sin dejar rastro.
La peluquería
de René disponía de una planta baja que mediante un túnel perfectamente
comunicado, comunicaba con la croissanterie de Marcel.
En un momento
determinado y cuando no había en la peluquería más que un solo cliente (no de
la vecindad por supuesto), René utilizaba la táctica de segar de un solo tajo,
limpiamente, el cuello del cliente, al tiempo que accionaba un pedal del viejo
sillón, el cual realizaba una parábola invertida a gran velocidad, mientras el
suelo de la parte posterior del sillón, se abría simultáneamente. La operación
se realizaba prácticamente en cinco segundos.
Una vez que
el sillón de barbero regresaba a su posición normal, René se dirigía a la
puerta para colocar el letrero de cerrado, por si alguien llegaba, y
desaparecía en su interior. Ya en el sótano, se aseguraba de que el cliente
estuviese realmente muerto, registraba el cadáver del infortunado, el cual se
encontraba en un rectángulo de piedra,
perpendicular al agujero que se había abierto en el techo, desvalijando
del cadáver el dinero, pertenencias personales, anillo, reloj, etc.
Despojaba el
cuerpo de sus ropas que quemaba inmediatamente en la caldera de la calefacción
y agua caliente que siempre permanecía encendida, y lo colocaba de decúbito
prono, regresando de nuevo a la peluquería.
Arriba
colocaba el cartel de abierto y esperaba pacientemente la hora normal de
cierre.
Durante
prácticamente media noche, René se afanaba en descuartizar pacientemente el
cadáver provisto de afilados bisturíes, para separar los huesos, uñas, cráneo,
cuero cabelludo, costillas, etc., los cuales pasaban a ser engullidos por un
gran triturador industrial de desperdicios y enviados a las cloacas de la gran
ciudad, vía tubería de aguas negras.
La carne y la
sangre recogidas, las hacía pasar por una enorme picadora de carne a la cual
iba añadiendo de vez en cuando, grasa animal sólida. El final era una atractiva
mezcla color pálida de carne picada, que envuelta en plásticos, metía en unos
grandes arcones congeladores. En opinión de su compinche Marcel, su éxito era
la combinación del exquisito croissant con el maravilloso sabor de la pasta que
preparaba René, al que a solas mediante una llamada previa, encontraba en el
túnel de su sótano para pagarle los kilos que recibía.
La fortuna sonrió
a la policía en aquella ocasión. Después de muchos años, la denuncia que una
señora de edad les hizo de la misteriosa e imposible desaparición de su marido,
estando en la peluquería. Les dió la pista precisa a los dos inspectores que
después de tres meses de laborioso espionaje pudieron probar.
Cuando René
preguntó ¿cómo era posible que aquella desaparición se hubiese dado por segura
en su peluquería?, si cuidó al máximo los detalles. El señor que eligió de
víctima llegó solo a su puerta, entró precipitadamente, le saludó extendiéndole
su mano derecha, la cual él apretó y sostuvo para conducirle al sillón de
barbero. Le hizo las preguntas de rutina para saber que no era de los
alrededores etc., La policía le dijo que su error fue, cuando la señora volvió
a recoger a su esposo, el le dijo que se había marchado al poco rato, pero ella
insistió tozudamente una y otra vez que no era posible y que su marido le
habría esperado. René no dejó que le explicase del porqué de su seguridad en
sus aseveraciones.
Si lo hubiese
hecho (cosa que sí hizo la policía), la señora le habría contestado que apenas
unos metros más arriba, a su esposo “invidente”, se le había roto el bastón y
ya que ella era muy mayor para hacer de lazarillo, convino con su esposo en que
regresaría a casa a por otra guía. Para que no se cansase le convenció
para que se cortase el pelo, mientras ella regresaba a recogerle.
Ella no tenía
ninguna duda de que él tendría que quedarse allí hasta su regreso, porque: no
conocía el barrio, no podía andar sin bastón y para colmo, no le había dejado
dinero para pagar el servicio.
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