lunes, 6 de enero de 2014

RELATOS CORTOS: Paradoja


PARADOJA


Por Roberto Baños



Antes no me había fijado, cuando pasé por primera vez.

Quizá fuese ahora, al cruzar el parque desde el lado contrario, un rayo de sol iluminaba el banco donde estaban sentados.

El cuadro era admirable, por la estética con que estaba hecho.

Unos frondosos árboles detrás, en penumbra, un banco allí  donde acababa el césped, y aquella luz tan hermosa que iluminaba la pareja de viejitos.

Él estaba apoyado en el respaldo con las piernas abiertas y el bastón entre ellas cogido a su puño con ambas manos, que a la vez sujetaban un trozo de papel escrito.

Las gafas un tanto caídas y empolvadas, le daban un aspecto divertido a pesar de que su pelo, ya muy cano y resguardado por un viejo sombrero, demostraba no tener la gracia que la juventud otorga.

Su gesto denotaba un gran carácter, y hasta yo pensaría que era un señor de porte distinguido y finos ademanes.

A juzgar por lo ensimismado de su lectura, se diría que era algo importante para él, pues no le quitaba ojo de encima.

La mujer que estaba a su lado era una viejecita admirable, pelo muy blanco y recogido en un moño atrás. Cara muy limpia y resplandeciente, quizá por el sol que la bañaba. Sus ropas también denotaban una cierta categoría social.

La buena señora tenía recostada la cabeza sobre el hombro de su marido, y escuchaba embelesada su lectura, aunque en un momento determinado me pareció que dormía. Eso sí, era tal su placidez que emocionaba su visión.

Los dos viejitos eran realmente espléndidos por la estampa que componían, y mientras mi mente, atraída por su contemplación, dirigía mis pasos hacia ellos, jugó a adivinar quienes eran.

En primer lugar, me dije que eran un par de jubilados de clase alta que se leían las cartas de su hijo que les refería sus últimas noticias desde fuera.

Luego pasé a pensar que eran los abuelos encargados de cuidar a los nietos en su visita al parque, aunque su vista no acertaba a ver a ningún niño en bicicleta ni jugando al balón.

También supuse que podrían ser un par de ricos viejitos reposando al sol sus cansados cuerpos mientras sus criados les preparaban la comida y hacían sus habitaciones.

En ese momento de mis pensamientos, me encontré, a apenas dos metros de mis viejitos, así que aproveché para fijarme más a fondo en sus expresiones.

¡Me quedé de piedra!. Los ojos de ambos tenían un surco rojizo en toda su extensión.

También sus labios eran de un tono granate parduzco y el rictus era el de “rigor mortis” que suelen nombrar en los periódicos de sucesos.

Me acerqué. Tomé sus manos con las mías, y un frío intenso me invadió, los zarandeé y sus cuerpos cedieron.

Con la respiración contenida confirmé que realmente estaban muertos.

Instintivamente, mi vista se dirigió al papel que aún asía el señor y leí: “Somos viejos y no tenemos familia, ni recursos. ¡Una limosna por caridad!”.

Mis ojos llenos de lágrimas se dirigieron al cielo, aún radiante, y mis labios musitaron: “gracias Señor por haberles atendido”.


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