martes, 4 de febrero de 2014

RELATOS CORTOS: Thriller




THRILLER


Por Roberto Baños


Aquel barrio parisino era de lo más típico.

Los comerciantes se conocían desde hacía mucho tiempo. El de las frutas y verduras avisaba a sus colegas cada vez que había una partida especial o alguna fruta tropical desconocida a buen precio.

André el panadero, les decía a qué hora salía el pan, para que lo compraran aún caliente. Marc, les decía qué pescado era el más fresco aquel día. Alain, se encargaba de arreglar cualquier radio o aparato eléctrico estropeado, y el zapatero Jacques, procuraba decir a cada uno cuando sus suelas se veían ya gastadas para que pasasen por su taller.

La excepción a la regla era René, propietario de una vieja peluquería. Introvertido, huraño, un tanto desarrapado, vivía en la trastienda de su tienda y rara vez a nadie se le ocurría acudir, ya que su antipático proceder hacía que sólo algún visitante ocasional lo hiciera, mientras que los vecinos preferían utilizar otra peluquería varias calles más arriba cuya limpieza, espejos y luces hacían apetecible entrar.


De cualquier forma, indefectiblemente a las 12 horas todos coincidían en la Croissanterie de Marcel. Un lugar verdaderamente de encuentro, ya que era tan famoso por sus croissants de carne picada, que diariamente llegaban de otros barrios de la ciudad decenas de personas que abarrotaban la tienda, hasta el punto de llenar la acera de una muchedumbre que daba un toque colorista a la calle.

Tal era el éxito, que Marcel tuvo que pedir licencia para poder servir refrescos y cerveza, dada la demanda de los consumidores.

Los comerciantes estaban locos de contento pues esa afluencia de personas, significaba más clientes para sus negocios. De alguna manera, su asistencia diaria a consumir, era la forma de agradecer a Marcel su aportación de la buena marcha de todos sus convecinos.

Era sábado, y una pareja de viejitos acababa de salir de la croissanterie. Al llegar a la altura de la peluquería, ella le dio un beso y le abrió la puerta empujándole suavemente a su interior.

Una hora más tarde, la misma viejita entraba de nuevo. Al poco rato salía acompañada de René y éste le indicaba el fondo de la calle. Por la tarde, regresó la señora a la peluquería y se volvió a repetir la misma operación.

Pasaron los días y nada anormal sucedió que variase el ritmo diario del barrio. Fue tres meses más tarde cuando ocurrió.

Una mañana de domingo, y cuando los vecinos aún dormían, se registró un movimiento de coches que sólo una curiosa “cotilla” de un piso pudo detectar.

Varios automóviles camuflados pararon en los extremos de la calle, y agentes de paisano provistos de ganzúas y útiles de carpintería, procedieron a abrir la peluquería.

Al cabo de un gran rato, salieron trayendo a René esposado, así como a varias personas entre las que se encontraba Marcel. Todas fueron introducidas en una furgoneta negra que había llegado momentos antes.

Cuando a la mañana siguiente, los vecinos se enteraron de lo acaecido, no podían creérselo y de hecho tuvieron que esperar a que los periódicos de sucesos relataran con pelos y señales lo ocurrido para preguntarse como “aquello” podría haber pasado a tan pocos metros de ellos, sin haberse enterado. Resumiendo,  la historia fue así:
La policía llevaba años buscando personas que con cierta frecuencia desaparecían de París sin dejar rastro.

La peluquería de René disponía de una planta baja que mediante un túnel perfectamente comunicado, comunicaba con la croissanterie de Marcel.

En un momento determinado y cuando no había en la peluquería más que un solo cliente (no de la vecindad por supuesto), René utilizaba la táctica de segar de un solo tajo, limpiamente, el cuello del cliente, al tiempo que accionaba un pedal del viejo sillón, el cual realizaba una parábola invertida a gran velocidad, mientras el suelo de la parte posterior del sillón, se abría simultáneamente. La operación se realizaba prácticamente en cinco segundos.

Una vez que el sillón de barbero regresaba a su posición normal, René se dirigía a la puerta para colocar el letrero de cerrado, por si alguien llegaba, y desaparecía en su interior. Ya en el sótano, se aseguraba de que el cliente estuviese realmente muerto, registraba el cadáver del infortunado, el cual se encontraba en un rectángulo de piedra,  perpendicular al agujero que se había abierto en el techo, desvalijando del cadáver el dinero, pertenencias personales, anillo, reloj, etc.

Despojaba el cuerpo de sus ropas que quemaba inmediatamente en la caldera de la calefacción y agua caliente que siempre permanecía encendida, y lo colocaba de decúbito prono, regresando de nuevo a la peluquería.

Arriba colocaba el cartel de abierto y esperaba pacientemente la hora normal de cierre.

Durante prácticamente media noche, René se afanaba en descuartizar pacientemente el cadáver provisto de afilados bisturíes, para separar los huesos, uñas, cráneo, cuero cabelludo, costillas, etc., los cuales pasaban a ser engullidos por un gran triturador industrial de desperdicios y enviados a las cloacas de la gran ciudad, vía tubería de aguas negras.

La carne y la sangre recogidas, las hacía pasar por una enorme picadora de carne a la cual iba añadiendo de vez en cuando, grasa animal sólida. El final era una atractiva mezcla color pálida de carne picada, que envuelta en plásticos, metía en unos grandes arcones congeladores. En opinión de su compinche Marcel, su éxito era la combinación del exquisito croissant con el maravilloso sabor de la pasta que preparaba René, al que a solas mediante una llamada previa, encontraba en el túnel de su sótano para pagarle los kilos que recibía.

La fortuna sonrió a la policía en aquella ocasión. Después de muchos años, la denuncia que una señora de edad les hizo de la misteriosa e imposible desaparición de su marido, estando en la peluquería. Les dió la pista precisa a los dos inspectores que después de tres meses de laborioso espionaje pudieron probar.

Cuando René preguntó ¿cómo era posible que aquella desaparición se hubiese dado por segura en su peluquería?, si cuidó al máximo los detalles. El señor que eligió de víctima llegó solo a su puerta, entró precipitadamente, le saludó extendiéndole su mano derecha, la cual él apretó y sostuvo para conducirle al sillón de barbero. Le hizo las preguntas de rutina para saber que no era de los alrededores etc., La policía le dijo que su error fue, cuando la señora volvió a recoger a su esposo, el le dijo que se había marchado al poco rato, pero ella insistió tozudamente una y otra vez que no era posible y que su marido le habría esperado. René no dejó que le explicase del porqué de su seguridad en sus aseveraciones.

Si lo hubiese hecho (cosa que sí hizo la policía), la señora le habría contestado que apenas unos metros más arriba, a su esposo “invidente”, se le había roto el bastón y ya que ella era muy mayor para hacer de lazarillo, convino con su esposo en que regresaría a casa a por otra guía. Para que no se cansase le convenció para que se cortase el pelo, mientras ella regresaba a recogerle.

Ella no tenía ninguna duda de que él tendría que quedarse allí hasta su regreso, porque: no conocía el barrio, no podía andar sin bastón y para colmo, no le había dejado dinero para pagar el servicio.



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